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Hoy vi a una señora en el metro que se movía con la lentitud de quien no tiene prisa, porque simplemente ha dejado de importarle el tiempo.
Vestía ropa en muy mal estado, un pantalón de mezclilla más sucio que el mio (y eso significa que estaba cerdísimo), una camisa de hombre azul manchada en las mangas de lo que supongo que era maquillaje, una gorra tipo pasa-montañas verde en la cabeza (la cual cubría lo que parecía ser un cabello corto), y una mochila azul (más sucia que todo el conjunto anterior).
Tenía el rostro desfigurado por alguna enfermedad que no pude descifrar, pero lo más probable es que haya sufrido fuertes quemaduras hace ya bastante tiempo; en su mejilla derecha una pequeña cicatriz -en lo largo-, pero prominente, asomaba su historia turbulenta al mundo.
Pero a pesar de que todo el conjunto mostraba indicios de una vida tormentosa, la mujer en cuestión mostró el aspecto más interesante y el cual nunca pensé que tuviera: VANIDAD.
De pronto, sin perturbación aparente, abrió su mochila y sacó un gran estuche octagonal de maquillaje, el cual poseía un gran espejo en su tapa. Lo abrió y se miró largo rato -como pintor decidiendo que plasmar en su lienzo en blanco- antes de tomar una pequeña brocha. La tomó lentamente y la frotó sobre una sombra de color cobrizo; con la misma lentitud comenzó a maquillarse.
Cada movimiento parecía suave y estudiado -como de una bailarina de arte moderno, ante un ritmo lento y cadencioso-; avanzaba lentamente sobre su rostro y retocaba cada parte que a su criterio lo necesitaba. La lentitud de sus movimientos me resultó imnotisante y trataba de no mirarla fijamente para no incomodarla.
Lo único que logró sacarme del transe fue la estación usual de mi destino por las mañanas; pero aun ahora siento que algo le ha de haber robado el tiempo y le dejó la nada...
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Hoy vi a una señora en el metro que se movía con la lentitud de quien no tiene prisa, porque simplemente ha dejado de importarle el tiempo.
Vestía ropa en muy mal estado, un pantalón de mezclilla más sucio que el mio (y eso significa que estaba cerdísimo), una camisa de hombre azul manchada en las mangas de lo que supongo que era maquillaje, una gorra tipo pasa-montañas verde en la cabeza (la cual cubría lo que parecía ser un cabello corto), y una mochila azul (más sucia que todo el conjunto anterior).
Tenía el rostro desfigurado por alguna enfermedad que no pude descifrar, pero lo más probable es que haya sufrido fuertes quemaduras hace ya bastante tiempo; en su mejilla derecha una pequeña cicatriz -en lo largo-, pero prominente, asomaba su historia turbulenta al mundo.
Pero a pesar de que todo el conjunto mostraba indicios de una vida tormentosa, la mujer en cuestión mostró el aspecto más interesante y el cual nunca pensé que tuviera: VANIDAD.
De pronto, sin perturbación aparente, abrió su mochila y sacó un gran estuche octagonal de maquillaje, el cual poseía un gran espejo en su tapa. Lo abrió y se miró largo rato -como pintor decidiendo que plasmar en su lienzo en blanco- antes de tomar una pequeña brocha. La tomó lentamente y la frotó sobre una sombra de color cobrizo; con la misma lentitud comenzó a maquillarse.
Cada movimiento parecía suave y estudiado -como de una bailarina de arte moderno, ante un ritmo lento y cadencioso-; avanzaba lentamente sobre su rostro y retocaba cada parte que a su criterio lo necesitaba. La lentitud de sus movimientos me resultó imnotisante y trataba de no mirarla fijamente para no incomodarla.
Lo único que logró sacarme del transe fue la estación usual de mi destino por las mañanas; pero aun ahora siento que algo le ha de haber robado el tiempo y le dejó la nada...
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